Compré la pintura y el barniz en un carrocero, cogí el color azul pitufo o don algodón, como queráis, la verdad que era un color porque no decirlo, un tanto extraño, eso era lo que decía los amigos con los que andaba, aunque yo sabía que en sus mentes no querían decir esa palabra, pero a mi me gustaba, y todavía le veo algo, como dice el refrán, “a gustos, colores”.
La pinté un sábado en el trabajo, me ayudo un chofer con el que trabajaba, el cual ha venido a socorrerme en varias ocasiones por problemas mecánicos, trabaja en una grúa de seguros. Fue acabar, esperar un poco a que el fijador hiciera su trabajo y corriendo a montar todas las piezas.
Cuando la tuve acabado, lo primero que hice fue pegarle un montón de pegatinas que tenía por casa con motivos surferos, que si la pegata del Pukas, que si la de O’neil y ese tipo de cosas.
El asiento lo tapicé en blanco, la verdad es que me soplaron una pasta, pero mereció la pena. Al final la cosa quedo como la veis en la foto de abajo.
La tuve un tiempo, hasta que, un día comiendo en un restaurante, oí hablar a el cocinero que me hacía el suculento chupetón con otro tipo que decía tener muchas vespa, como por arte de magia se me agrando la oreja cual parabólica en plena recepción de datos. Me comí el chupetón y corriendo fui a darle la enhorabuena por lo bien que lo había hecho (al más puro estilo pelota pero con un fin en mi cabeza, la vespa) y a preguntarle por aquellas palabras que decían,-tengo una vespa en el garaje de mi casa que tiene un montón de años, si quieres te la vendo. Esas fueron sus mismas palabras, pero esto ya es otra historia que más adelante os contaré, tenedlo por seguro.
La vendí a una chica que iba buscando una vespa en esos colores (que casualidad), se llama Amaya y me es grato encontrarme con ella, siempre hablamos de lo contenta que está con la vespa, la fl 125.
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